En las salas de teatro había instalada una bombillita roja, entre bambalinas, que anunciaba la presencia en el patio de butacas de un censor. Debe ser que se los conocían de memoria, o que se les notaba en los andares, igual que el raterillo de barrio se huele a un policía de paisano a dos kilómetros.
Cuando entraba el censor una mano inocente apretaba un botoncito disimulado en cualquier parte que encendía la famosa bombilla roja. Y esa luz ponía en guardia al reparto. Rápidamente, como por arte de magia, las faldas que antes apenas mediaban el muslo, bajaban un palmo. Los escotes airosos se veían las caras con el cuello, que hacía tanto que habían olvidado. Desaparecían, a su vez, las medallas y crucifijos que llevasen los artistas, siguiendo vaya usted a saber qué extraño razonamiento del censor, que veía un insulto ser católico y hacer Revista al tiempo.
Previamente, el censor ya le había metido mano al libro. En una ocasión contaba Antonio Ozores que se eliminó una frase entera de una Revista en la que participaba porque el censor aseguraba que "Será maravilloso, cariño, y nos casaremos en una pagoda" en realidad lo que quería decir era "Será maravilloso, cariño, y nos casaremos pa que jodas". Ser censor debía ser una cosa realmente difícil.
Para los transformistas del Molino todavía era peor. Malo era que se vistieran de mujer en escena siendo hombres. Pero la censura lo permitía siempre y cuando salieran a saludar, al término del espectáculo, vestidos de varón, demostrando así que su travestismo era una pamema adquirida para hacer teatro, y no una forma de vida ni una verdad personal. Así que los travestis del Molino se fastidiaban, se cambiaban de ropa para saludar, y por lo tanto, perdían en el acto las opciones de sacarse sus propinas con el alterne posterior. Cosas de la bombillita.
Más de uno piensa cómo diablos permitía la censura espectáculos con travestidos, o Revistas picantes con chicas provocativas. Bueno, es que por un lado, el libreto no solía ser descaradamente picante, o bien le buscaba las vueltas a la picardía con tanta finura que aquello, leído en frío, no avisaba de ningún peligro. Por otra parte, de vez en cuando se les ponía “en su sitio”. Se cerraba el teatro dos, tres meses (con el desastre que eso supone para cualquier empresario), y alguien dormía en comisaría, o en la cárcel. También había autoridades menos tremendistas: “En fin, son las cosas del Molino”, decía un inspector de la policía cada vez que le daban parte de los desmanes de aquella casa de depravación.
Pero volviendo a la bombillita, la luz roja era capaz de convertir una Revista para mayores de dieciocho años en una comedia musical ligera, de lo más corriente. Porque la mitad de la fuerza “demoníaca” de la Revista residía en los gestos, en los tonos de voz al decir una gracia, en los dobles sentidos, y en las morcillas, es decir, en las improvisaciones sobre el texto del actor. Y todo, todo desaparecía, y se volvía blanco y virginal a la menor señal de alarma.
Lo que nos lleva a una conclusión terrible, y a la vez, fascinante: no hay manera de saber cómo era la Revista musical española en realidad. No sirve leerse los libretos, saberse las canciones, suponer la intención que se buscaba con este o aquel número. Es imposible. La Revista era una función que se inventaba sobre la marcha, que se llevaba dos años por las provincias para pulirla antes de pisar un teatro de capital, y cuando llegaba, ya era casi irreconocible texto en mano. Si a eso sumamos los estragos que causaba la censura, llegamos a entender que la Revista es un misterio.
Siempre me acuerdo de un maestro de teatro, que aseguraba con dolor que no podía ser que los textos del teatro clásico se representasen tal y como nosotros representamos ahora esas funciones. Decía mi maestro que no se creía que un público de corral de comedias, compuesto por gente de mal vivir, busconas, chulos, pendencieros, y borrachos, se fuera a quedar extasiado dos horas y media escuchando una retahíla constante de versos profundísimos. Algo más pasaba, decía él. Algo que no está en el texto, que no nos ha llegado, que se ha perdido para siempre. Algo ocurría en escena, algo hacían los actores que no viene implícito en la acción, que no podemos adivinar qué era.
A ver si va a resultar que era Revista lo que hacían.
28 diciembre 2006
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2 comentarios:
Revista versus censura, libertad versus dictadura, actores, actrices, escenarios, bambalinas, ratero censor, directores, público... y la luz roja.
Ya pasó.
La vieja Zaida
El problema que tocaba ese maestro de teatro y que tan bien resume usted en términos tan claros como concisos daría muchísimo que hablar. Sin duda alguna está en lo cierto, y muy particularmente en relación con las obras teatrales de carácter cómico, que sentían más la influencia de la italiana "Commedia dell'Arte". Hay un estudio realmente apasionante sobre esta temática, que obra en mi poder aunque aún está pendiente de lectura. Es su autora Evangelina Rodríguez Cuadros, y se titula "La técnica del actor español en el Barroco. Hipótesis y documentos" (Castalia, Madrid 1998). Se trata de un abultado ensayo (700 páginas) sobre este "lado oscuro" de nuestro teatro del Siglo de Oro. Indico tan sólo dos de sus principales secciones y capítulos relacionados con este asunto:
- El rigor de lo efímero: La influencia de la "Commedia dell'Arte" y la improvisación en la historia del oficio;
-La conformación de un modelo de actor: una teatralidad no vinculada sólo al texto.
Sí, querida Aswad, tal vez fuera algo muy parecido a la Revista. No hay más que pensar en los entremeses, loas, jácaras o mogijangas que preludiaban la pieza principal o se entremezclaban, según los casos, con ella, o más adelante en todo un género como el de la tonadilla, tan justamente famoso por la inmortal Caramba. Todo apunta a que en muchos casos acción recitada y acción cantada se alternaban hasta engendrar espectáculos mixtos como la zarzuela, tan afín y consanguíneo a la revista española pese al indudable origen francés del género.
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