
Apenas era un niño cuando dejó la sombrerería en la que trabajaba como chico de los recados, para irse de ayudante con un mago que hacía bailar a una gallina. Salió corriendo cuando descubrió que la magia consistía en poner al animal sobre una plancha al rojo vivo.
1.920, era cuando el Paralelo de Barcelona estaba plagado de academias para artistas de variedades, al amparo del Molino. La comedia musical catalana, un género en sí misma, enloquecía a las masas no sólo en el Molino, también en el Bataclán, en el Cómico, en el Español, en el Apolo...Alady componía sencillos números musicales y cuplés que un día le pondrían en lo más alto. A caballo entre Madrid y Barcelona, tras pasearse por todas las plazas de los pueblos de la posguerra, triunfó y fue sostén en el descenso de escaleras para centenares de vedettes, algunas de las más grandes, la mayoría sólo aves de paso.
Formó pareja profesional con Lepe, otro entusiasta de la supervivencia ante aquel público que abuchea, relincha, lanza objetos, insulta, acosa y derriba a la primera oportunidad al artista que carezca de armas para hacerle frente: ingenio, improvisación, descaro, rapidez mental y mucho arte. Hoy ese público saca entrada para el fútbol.
Alady fue el primer cómico que vistió al humorista de smoking y prescindió del maquillaje y de la base gestual del payaso para pasar a apoyarse en un humor de salón, más elegante, humor más blanco que sembró la semilla de la revolución y comenzó lentamente a suavizar el género hasta llegar, años después, a transformarlo por completo, ya en otras manos.
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