
No eran nada, sólo un relleno para el fondo del escenario, que en tantas ocasiones carecía de decorado para los números musicales. Se contrataban en masa, cuarenta, cincuenta, sesenta chicas de conjunto, salían bastante baratas. Su nombre no aparecía en ningún cartel ni en la propaganda de mano, porque se las anunciaba como a los toros “15 bellas señoritas 15”. No eran demasiado guapas, porque las vedettes protestaban cuando alguna lo era y no paraban hasta quitarse esa competencia. No eran demasiado feas, porque la Revista era la Revista a fin de cuentas.
A veces les tocaba hacer los coros, aunque no sabían cantar demasiado. Sabían bailar lo justo, resultaban agradables como bailarinas, no virtuosas. Tenían catorce, quince años cuando se enrolaban en la compañía de revistas de turno, muchas veces huyendo del hambre, o con ínfulas de artista, o con necesidad de escapar del hogar familiar.
La historia era siempre la misma, y la chica siempre la misma. Llegaré allí, estaré un tiempo de chica de conjunto, pero después mi gran valía será reconocida, me ascenderán, y seguiré ascendiendo hasta llegar a ser, algún día, la primera vedette.
Lo cierto es que se pueden contar con los dedos las ocasiones en que el sueño se cumplió. Lo normal era que perdieran la juventud y la salud aguantando todo tipo de tropelías laborales y personales, cobrando una miseria y a veces trabajando sólo por cama y comida, y cuando crecían demasiado, se volvían a su pueblo con el rabo entre las piernas y el honor mancillado, porque no se podía ser artista y decente a la vez, todo el mundo sabía eso. O se quedaban en la gran ciudad, a servir. O a lo que saliera.
No eran nada, o casi nada. Se llamaban Pepa, Antonia, Juana, Pilar. Nada.
A veces les tocaba hacer los coros, aunque no sabían cantar demasiado. Sabían bailar lo justo, resultaban agradables como bailarinas, no virtuosas. Tenían catorce, quince años cuando se enrolaban en la compañía de revistas de turno, muchas veces huyendo del hambre, o con ínfulas de artista, o con necesidad de escapar del hogar familiar.
La historia era siempre la misma, y la chica siempre la misma. Llegaré allí, estaré un tiempo de chica de conjunto, pero después mi gran valía será reconocida, me ascenderán, y seguiré ascendiendo hasta llegar a ser, algún día, la primera vedette.
Lo cierto es que se pueden contar con los dedos las ocasiones en que el sueño se cumplió. Lo normal era que perdieran la juventud y la salud aguantando todo tipo de tropelías laborales y personales, cobrando una miseria y a veces trabajando sólo por cama y comida, y cuando crecían demasiado, se volvían a su pueblo con el rabo entre las piernas y el honor mancillado, porque no se podía ser artista y decente a la vez, todo el mundo sabía eso. O se quedaban en la gran ciudad, a servir. O a lo que saliera.
No eran nada, o casi nada. Se llamaban Pepa, Antonia, Juana, Pilar. Nada.
2 comentarios:
En efecto, ¡cuánta tristeza, cuando no sordidez, se ocultaba tras las alegres lentejuelas! Pero, con todo, repartían alegría, desenfado, emoción y un pelín de sicalipsis en un tiempo tan necesitado de todo ello (bueno, de emociones quizá no, en España, pero éstas eran, por desgracia, de muy otro carácter). Espléndido artículo. ¡Gracias!
Y a mí.
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