LAS SEIS REVOLUCIONES DE LINA MORGAN
CUARTA REVOLUCIÓN: Cuando la decadencia de la Revista sea obvia, me endeudaré hasta el cuello comprando un teatro y lo pagaré haciendo Revista. (O cómo dos y dos son cinco)
A Lina le habían ido muy bien las cosas. Desde aquella primera compañía de revistas había llovido bastante. Después de muchas vueltas, éxitos y fracasos, camerinos sin agua ni luz, codazos y zancadillas, reveses de la fortuna y miles de kilómetros en autobús, formó la suya propia. Y ganó dinero, mucho dinero, y agotó localidades, y reventó taquillas allá por donde pisaba. Era buena, buenísima. Era vedette, sus revoluciones habían triunfado una tras otra. Se subió al cine de la época y reforzó su estrella con algunas películas que se cuentan entre las mejores de esa década, aunque ahora esté feo decirlo. También se coló en televisión su éxito formando pareja cómica con Juanito Navarro.
Más o menos entonces se produce un cambio brutal en el país. Llegaba la democracia, y con ella llegaba el destape, las dulces mieles de la erótica al cine, y los espectáculos nocturnos encuentran libre el paso hacia lo impensable del cuerpo humano.
La Revista tenía las horas contadas. No podía competir, porque en cualquier sala de fiestas se veía más trozo de chica que en una Revista. Su juego de los dobles sentidos ya no tenía ningún sentido porque se podían decir las cosas claras. Su “mira lo que no te enseño” ya empezaba a no conformar a nadie, preferían ver lo que se enseñaba a jugar a las adivinanzas. A su comicidad, a su elástico tono verdoso se le iban los colores ante libertades nunca vistas. Allí había poco que hacer, aunque todavía se sostenían con cierta dignidad las viejas glorias del género, gracias a un público nostálgico que revivía horas de juventud de su mano. Pero desde dentro se veía sin esfuerzo que eran los últimos coletazos de una manera de hacer teatro que cumplía un siglo, y que ya no vería otro. Sálvese quien pueda.
El peor de los momentos, por lo tanto, para que Lina Morgan agarre su caballo, su espada, salte al campo de batalla y se líe a apostar de nuevo contra todo sentido común. Y otra vez a doble o nada.
Hubiese podido adaptarse a interpretar comedias normales y corrientes, fácilmente. Hubiese podido buscar un asiento cómodo en el cine o la tele, como procuraban hacer todas las demás. Pero quizá le había costado tanto llegar a ser vedette que no estaba dispuesta a tirar la toalla ni ante la desaparición de la Revista. Que ya es decir. Así que eligió su reino, el teatro de La Latina, en Madrid. Puso allí su trono, y mandó reunir a su ejército, los compañeros que la habían ayudado a alcanzar la gloria. Recompuso las filas, afiló los metales y se sacó algunos ases de la manga que hicieron que al destino adverso se le volvieran a saltar las lágrimas de desesperación: Vaya par de gemelas, Sí al amor, El último tranvía y Celeste no es un color. Hay lista de espera para conseguir entradas, se fletan autobuses desde cada rincón para ir a adorar a Lina en su palacio, se alcanzan cifras históricas de audiencia durante la retransmisión de las funciones por televisión, y el record de taquilla se apunta en el libro de la historia del teatro de este país. Las cuatro obras saltan las fronteras de su ámbito y acaban como referencia general de la comedia española, como clase magistral de Lina Morgan en su plenitud artística y creativa.
Pero eso no debió ser así. El sentido común decía que aquellas funciones de Lina tenían que ser un fracaso, porque estaban fuera de época, porque venían arrastrando ecos de tiempos pasados y ahora mandaban los tiempos futuros, porque Lina era ya cualquier cosa menos una niña pícara y resultona, porque encima las obras eran “raras” y se saltaban ciertas normas de las que siempre funcionaron en una Revista. No debió ser así. La lógica mandaba que el desastre se cebara en Lina, que se agotaría tratando de sostener en solitario el cuerpo agonizante de la Revista, y las deudas de su teatro recién adquirido la pondrían contra la pared hasta hacerla desaparecer.
No se sabe por medio de qué magias lo pudo conseguir, pero la Reina había vuelto a jugarse la corona a que dos y dos son cinco. Y había vuelto a ganar.
A Lina le habían ido muy bien las cosas. Desde aquella primera compañía de revistas había llovido bastante. Después de muchas vueltas, éxitos y fracasos, camerinos sin agua ni luz, codazos y zancadillas, reveses de la fortuna y miles de kilómetros en autobús, formó la suya propia. Y ganó dinero, mucho dinero, y agotó localidades, y reventó taquillas allá por donde pisaba. Era buena, buenísima. Era vedette, sus revoluciones habían triunfado una tras otra. Se subió al cine de la época y reforzó su estrella con algunas películas que se cuentan entre las mejores de esa década, aunque ahora esté feo decirlo. También se coló en televisión su éxito formando pareja cómica con Juanito Navarro.
Más o menos entonces se produce un cambio brutal en el país. Llegaba la democracia, y con ella llegaba el destape, las dulces mieles de la erótica al cine, y los espectáculos nocturnos encuentran libre el paso hacia lo impensable del cuerpo humano.
La Revista tenía las horas contadas. No podía competir, porque en cualquier sala de fiestas se veía más trozo de chica que en una Revista. Su juego de los dobles sentidos ya no tenía ningún sentido porque se podían decir las cosas claras. Su “mira lo que no te enseño” ya empezaba a no conformar a nadie, preferían ver lo que se enseñaba a jugar a las adivinanzas. A su comicidad, a su elástico tono verdoso se le iban los colores ante libertades nunca vistas. Allí había poco que hacer, aunque todavía se sostenían con cierta dignidad las viejas glorias del género, gracias a un público nostálgico que revivía horas de juventud de su mano. Pero desde dentro se veía sin esfuerzo que eran los últimos coletazos de una manera de hacer teatro que cumplía un siglo, y que ya no vería otro. Sálvese quien pueda.
El peor de los momentos, por lo tanto, para que Lina Morgan agarre su caballo, su espada, salte al campo de batalla y se líe a apostar de nuevo contra todo sentido común. Y otra vez a doble o nada.
Hubiese podido adaptarse a interpretar comedias normales y corrientes, fácilmente. Hubiese podido buscar un asiento cómodo en el cine o la tele, como procuraban hacer todas las demás. Pero quizá le había costado tanto llegar a ser vedette que no estaba dispuesta a tirar la toalla ni ante la desaparición de la Revista. Que ya es decir. Así que eligió su reino, el teatro de La Latina, en Madrid. Puso allí su trono, y mandó reunir a su ejército, los compañeros que la habían ayudado a alcanzar la gloria. Recompuso las filas, afiló los metales y se sacó algunos ases de la manga que hicieron que al destino adverso se le volvieran a saltar las lágrimas de desesperación: Vaya par de gemelas, Sí al amor, El último tranvía y Celeste no es un color. Hay lista de espera para conseguir entradas, se fletan autobuses desde cada rincón para ir a adorar a Lina en su palacio, se alcanzan cifras históricas de audiencia durante la retransmisión de las funciones por televisión, y el record de taquilla se apunta en el libro de la historia del teatro de este país. Las cuatro obras saltan las fronteras de su ámbito y acaban como referencia general de la comedia española, como clase magistral de Lina Morgan en su plenitud artística y creativa.
Pero eso no debió ser así. El sentido común decía que aquellas funciones de Lina tenían que ser un fracaso, porque estaban fuera de época, porque venían arrastrando ecos de tiempos pasados y ahora mandaban los tiempos futuros, porque Lina era ya cualquier cosa menos una niña pícara y resultona, porque encima las obras eran “raras” y se saltaban ciertas normas de las que siempre funcionaron en una Revista. No debió ser así. La lógica mandaba que el desastre se cebara en Lina, que se agotaría tratando de sostener en solitario el cuerpo agonizante de la Revista, y las deudas de su teatro recién adquirido la pondrían contra la pared hasta hacerla desaparecer.
No se sabe por medio de qué magias lo pudo conseguir, pero la Reina había vuelto a jugarse la corona a que dos y dos son cinco. Y había vuelto a ganar.
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