12 febrero 2007




Las carpas o teatros chinos eran teatros móviles, construcciones de lona con estructura de hierro, directamente instaladas sobre el suelo de tierra, con sillas de madera plegables pequeñas e incómodas que hacían las veces de patio de butacas, y dos laterales de bancos sobre una tarima, “el gallinero”. En las carpas trabajaban compañías que incluían un pequeño ballet, no más de seis bailarines, una o dos chicas guapísimas que hacían las veces de vedette, uno o dos cómicos populares con monólogos al estilo de lo que ahora conocemos como “club de la comedia”, un imitador de famosos, a veces un mago, un transformista, un cuentachistes, un cantante de grandes éxitos de la canción española de ayer y de hoy, una folclórica con bata de cola...

No llevaban decorados, bastaba un telón trasero, y los focos justos. No llevaban orquesta, claro está, al principio se apañaban con los músicos de la banda del lugar más un par que iban con la compañía y que eran los que marcaban la melodía principal. Después, la música de lata solucionó el problema, y los micrófonos y altavoces le dieron una dimensión desconocida a las carpas.

Las estrellas del espectáculo se podían permitir pernoctar en el hostal más próximo o tenían rulot, pero el resto de los artistas se alojaban en casas del pueblo donde les alquilaran una habitación, con derecho a un plato del puchero familiar. El ritmo de trabajo era bestial, después de comer, los ensayos, después de los ensayos la primera función de la noche, a las nueve, otra a las once o doce, y si la ocasión era buena, otra a las dos o tres de la mañana. Salían de la carpa con el tiempo justo para dormir, levantarse, comer, y volver a la carpa. Un día y otro, hasta que la feria del pueblo se acababa, y se desmontaba el tinglado para volver a levantarlo en otra feria, y después en otra y en otra, hasta que se acababan las fiestas, tras cinco o seis meses sin descanso, hasta el año siguiente.

Las carpas eran la principal atracción de las ferias en pueblos grandes y ciudades pequeñas. Cada año se esperaba con expectación “a ver qué trae la compañía”, y cada año se formaban colas eternas para conseguir las entradas. En primera fila, pasillo central, se sentaban los hombres coloradotes por el sol del campo abierto, con su boina, su camisa blanca reservada para ir a las fiestas, y la cartera, atada con un cordel o una gomita, repleta de billetes tras la venta de la cosecha o la mula o el apero. Se sentaban bien cerca del escenario, lo máximo posible, porque igual había suerte y “bajaba la vedette”.
Que bajaba la vedette quería decir que una chica despampanante, como de otra galaxia, apenas vestida de lentejuelas y plumas, abandonaba el escenario por una escalera preparada para ello, y se sentaba sobre las rodillas del campesino mientras le soltaba unas picardías que las mozas decentes no podían ni imaginar. Y las vedettes, que se las sabían todas, que estaban curtidas en todas las batallas y alguna más, tenían un sexto sentido desconocido para elegir a sus víctimas entre los que más juego podrían dar. El respetable se partía de risa viendo encenderse la cara del elegido, el elegido se llevaba un recuerdo imborrable y maravilloso y accedía, aunque fuese por unos segundos, al tacto y a la vista de una mujer imposible, y la vedette redondeaba su número musical entre aplausos. Todos contentos.

Bárbara Rey, Antonio Ozores, Andrés Pajares, Fernando Esteso, Lilian de Celis, Pepe Da Rosa, Quique Camoiras, Arévalo, Beatriz Carvajal, Manolito Díaz, eran algunos de los reyes de las carpas en los sesenta y setenta, junto a varias decenas de artistas cuyo nombre no trascendió. Las compañías más grandes sólo iban a ciudades que tenían teatro, eran más estables y tenían mejores repertorios y medios escénicos. Pero allí donde no llegaban ellos, llegaban las carpas, para ofrecer la que era la única ocasión de asistir a un espectáculo para la gran mayoría del público rural.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

cuando yo estaba en la orquesta era algo así, salvando las distancias. Llevábamos dos brasileñas que alucinaban al respetable nada más bajarse del autobús de la orquesta en la plaza del pueblo, con el sol de las dos de la tarde del verano español. Y luego, por la noche, cuando se disfrazaban de Carnaval de Río de Janeiro era el paroxismo. No podían salir del camerino improvisado en el ayuntamiento de turno porque los mozos las acosaban. Los chicos de la orquesta, los pipas, les llevábamos el bocadillo de la cena a cambio de un beso.
Y así todo el verano. Hasta que se acababan todas las fiestas de todos los pueblos de España.

Anónimo dijo...

un blog muy interesante... Me lo voy a estudiar de pe a pa!
Gracias por la valiosa información!



La envenenadora :)